Así me bautizaron, sin quererlo, porque en realidad soy una ermita pero, como no tengo prejuicios en cuanto a género, desde hace siglos estoy acostumbrada a albergar recuerdo y nombre de tan entrañable evangelista. No voy a disertar discurso alguno en torno a Mateo, ni del rey que dispuso conmemoración de la toma, o conquista cristiana de Carmona el día del apóstol. Hoy me toca escribir sobre mí, sin reparo alguno. Necesitaba hacer terapia, tras dos años de ausencia de visita popular. Siempre me he conformado con poca cosa: un blanqueo, cuatro barridos del tejado y ... mi soledad.
He sobrevivido gracias al devenir de los tiempos y de la buena gente que en momentos puntuales acudieron a socorrerme cuando agonizaba. Ya no dispongo de ermitaño. Mi último benefactor de a pie, se llama Manuel. Sé que se recupera de los achaques lejos de la villa, pero sigue conmigo, como si fuera ayer. Ojalá pudiera echarle un cable a su salud. Lástima de no disponer de recursos milagrosos, aunque el bueno de Mateo seguirá a su lado, aguantándole impertinencias, cabreos, historias, historietas, batallas y batallitas. Se merece tan eclesiástica compañía.
Por estas fechas, cuando cumplo aniversario, desde la entrega de los alcázares carmonenses por parte de Abdul Geli, alcaide de la villa, llegaba cuesta abajo la banda de música desde los extramuros de San Felipe. De escolta la Corporación Municipal bajo mazas, o viceversa. Este año, como el pasado, os echaré en falta. Ya sabéis que una enfermedad mortal corroe mis huesos que, pulverizados, caen sobre el pavimento de ladrillo cocido en el horno vecino. No hay solución al ataque de estos insectos sociales que gustan de la madera y de las obras de arte. No los voy a desmerecer, son criaturas con las que hay que convivir, como ocurre con los virus que se llevan a tantos seres humanos, cuando no hay respuesta a la longevidad.
Tengo la esperanza de un nuevo intento de resurrección, como ha ocurrido en varias ocasiones a lo largo de mi casi vida eterna. De momento, lancé un SOS el pasado septiembre a través de LA REVISTA, para desmentir rumores de padecer un resfriado pasajero. Desgraciadamente, no fue ese el diagnóstico real. Lo que más me duele no son los efectos de las devoradoras termitas, la grietas en mi sencilla arquitectura, la inestabilidad del firme que me sostiene en pie a duras penas y otros padecimientos singulares. Mi dolor llega cuando, después de siglos como símbolo victorioso no haya alcanzado la plenitud de servicio a los carmonenses.
Siempre quise albergar en mi interior el espíritu creativo y alegre de mi pueblo. Me llegaron rumores de que podría ser un Centro de Interpretación del paisaje del escarpe y la vega de Carmona, de hospedar a una hermandad de gloria y romera, de acoger la pinacoteca de la ciudad, de cobijar un espacio escénico, teatral y musical… de tantos y tantos sueños que pusiesen paliativos a mi crónica dolencia.
Aquella belleza que captaron pinceles de insignes artistas locales e internacionales, siendo atractivo modelo para muchas generaciones, requiere al menos un lugar de memoria colectiva. Hoy, bajaré por la empinada cuesta entre vuelos de tórtolas; me asomaré tras la verja al horizonte; me sentaré junto al camino en la piedra que corona La Pajarita, y volveré a reencontrarme con la historia, con el viejo olivo, con los jóvenes naranjos, con la coqueta espadaña, con algo más que una ermita en ruinas... con la estirpe de un ermitaño.