La única helépolis capaz de superar en altura a la fortaleza del Álcazar de Arriba carmonense y conquistarla, cual maquinaria guerrera, es la noria de la Feria. Desde ayer, y hasta el domingo, una visión privilegiada tienen los vecinos y visitantes que acuden al Real para sentirse conquistadores del paisaje urbano en todo su esplendor. La Feria tiene argumentos para una saga completa de ahí el dicho: "cada uno cuenta la feria según le va en ella". Pues no es mal comienzo subirse a lo más alto y contemplar el atardecer de una silueta que se recorta de pináculos por Levante y de túmulos por Poniente.
Desde lo alto, la calle es un infierno. Abajo, el infierno se tranforma en luz, color, alegría y sueños. La Feria es mágica, sobre todo para los más pequeños y no tan pequeños. Para aquellos, la calle del Infierno es la calle de la Gloria. Para éstos, sean padres, madres, abuelos, abuelas y demás acompañantes, es la calle del Limbo, por lo de la cara que se le pone a uno cuando se da cuenta que la cartera disminuye de manera considerable cada vez que se acerca y repite en las taquillas de los cacharritos.
En el infierno, las brujas siempre tuvieron sitio preferente, sobre todo, para esconderse al paso del tren y propiciar el escobazo correspondiente. Los tiempos cambian, del Carmonilla al cercanías de Guadajoz; del tren Puppo, a la locomotora Manuel & Elisa; de la bruja bruja, al brujo con disfraz de comparsista del Falla... Todo evoluciona, menos la ansiedad infantil que se repite a cada vuelta al entrar en el oscuro túnel. Al final, suena la campana de una estación efímera que nos acerca a la realidad: sólo son tres días.
También desde los alto hay observadores, sean de peluche o sean naturales, por ellos los años parece que no pasan, pero pasan. Epi y Blas nos miran casi de reojo a ver que cara se nos pone cuando le señalamos que el tiro, "el tirito", está a un euro, y de oferta. Las armas se han puesto muy caras, de siempre, desde que se cargan solas. Por el paseo central, el penacho de la palmera compite con la línea de farolillos, casi se dan la mano, como cualquier pareja feriante que, abajo, disfruta del ambiente.
La elegancia siempre se hizo presente por el Real. A modo de reliquia de museo sobre ruedas, los carrujes ponen estampa sinigual. Quedan pocos y poco espacio para el lucimiento, pero los presentes adquieren nivel de gran altura, tanto en doma como en chasis. Cocheros como mandan los cánones y viajeros de añejo postín marcan destellos de un pasado cuando la ganadería era motor económico de la comarca y la feria plataforma comercial y de divertimento. Mañana, sábado, toca paseo de caballos. Ahí estaremos. De momento, nos vamos a dar un respiro. Nos vemos en la caseta.